Son las ocho de la mañana, hora punta. Las puertas de los vagones del metro se cierran y se abren con la misma intensidad con la que se agolpan los viajeros. Una mujer está inmersa en La catedral del Mar mientras un niño termina su desayuno condensado en un tetra brik de cacao. Un hombre intenta, de pie, leer un gratuito con la difícil tarea de no perder el equilibrio y no pasarse de estación. Una mujer uniformada hace un crucigrama y unas chicas comentan lo bueno que está no se quién de su clase. En los asientos; caras de madrugón o cansancio prematuro, quizás por la larga jornada que les espera.
Un pitido intermitente lo anuncia. He llegado. Apurando el paso oigo una voz que me grita:
-Perdona chica, se te ha caido algo en el segundo escalón
-Ahm, gracias
Pensando que volvía a quedarme sin mi caja fuerte bajo corriendo y me encuentro nada menos que con uno de mis pins. Ruborizada, subo de nuevo las escaleras y compruebo una mirada cómplice de un chico uniformado.
Ya en el autobús pienso en el Madrid indiferente, hostil, frío que contrasta, sin embargo, con el otro Madriz, más auténtico, acogedor, GRANDE.
Solo así comprendo como hay veces que quiero salir corriendo al mar y otras no irme NUNCA de aquí.
A LOS MADRILEÑOS